La ternura como una revolución

Hace unos días venía pensando en qué me conmueve y si lo mismo les sucederá a otras personas. Hice una lista, la reordené, la analicé, y decidí desglosarla en momentos que describieran cada ítem, explicando cómo me había sentido y por qué me había conmovido.
Entre escritos, formas y tachones, se fue formando una especie de red. O quizás fue mi ojo gráfico el que la vio así. Todos los puntos estaban contenidos por un mismo sentimiento. Había amor, amistad, abandono, acompañamiento, soledad, miedo, desamor, lealtad e incluso violencia.

Todo eso me conmueve, como dije antes, por experiencias propias y ajenas. Pero, ¿qué tan ajeno puede ser si nos mueve el alma?
El punto es que en todos los casos había un ápice de ternura. Hasta en el peor de los casos, uno puede mirar con ternura o sentirla, vivirla a través de lo que percibimos. No sé si siempre se transmite, o si puede contagiarse como el bostezo o la risa. Creo en la ternura como una revolución, como esa forma de tocar una parte suave y aterciopelada, por áspera que sea. Ni siquiera con la expectativa de convertirla en un peluche, sino con la tibieza y delicadeza de acariciar fragmentos que hemos roto o no, y que, al final, pueden mejorar el cierre de una jornada.

La ternura se cultiva con rayitos de sol, formas en las nubes y saludos amables. Baja la tensión, sube las defensas, ilumina el alma. Ayuda a ver flores en desiertos, a oler dulce el limón, a poner curitas en las heridas. No tiene edad ni fecha de caducidad, se renueva a diario si lo deseas. No se siente para recibirla de vuelta; allana el camino de lo que ya veníamos cargando. Puede ayudar a conectar, a darle colores a un tablero de ajedrez. Huele a torta de vainilla. Tiene altos beneficios tanto para niños como para adultos mayores.
La ternura hace bien.