Un padre al que mejor perder para poder encontrar y viceversa

Aún hoy, el recuerdo me llega nítido: los gritos, mi madre con la cara marcada por un golpe, nosotros llorando, yo apretando a mi hermano contra mi pecho para calmarlo, alguien golpeando la pared generando más confusión de la que ya teníamos, nosotros mirando fijamente la puerta, mi padre lanzando amenazas.

No era la primera vez que mi papá se emborrachaba, pero no tengo registro de lo que pasaba entre mis padres salvo por discusiones que yo llegaba a escuchar entre el sueño y la vigilia.

Aquella vez fue distinto. Mi mamá le dijo que estaba cansada y que se iba a ir. Mi papá la amenazó. Ella lo enfrentó. El le pegó y ella corrió hasta nuestra habitación y cerró con llave. Nosotros estábamos escondidos, no sabíamos qué hacer, por lo que verla correr hacia nosotros fue un alivio, al menos momentáneo.

Esperamos que él se quedara dormido y salimos por la ventana. La puerta desvencijada lo podría despertar, no queríamos correr riesgos.

Fuimos a tocar la puerta a la casa de mi abuela. Esa noche marcó el fin de muchas relaciones. Sabía que mi mamá no le solía pedir ayuda pero no sabía por qué.

Mi abuela nos miró en el umbral de su casa, y como si fuésemos extraños le dijo a mi mamá: “Yo ya tengo demasiados problemas como para que me traigas los tuyos. Pensá bien qué vas a hacer porque, al final, los chicos se van a quedar sin comida y sin techo por no poder aguantar que José tome de vez en cuando.”

No sé si me sorprendió. Lo que sí recuerdo es un dolor de panza que me dejó sin poder moverme.

Seguimos caminando hacia la casa de una vecina, mi mamá me llevó a upa.

La vecina nos recibió con los brazos abiertos, una voz suave y olor a comida. Lo que todos necesitábamos. Me sentí en un refugio después de haberme imaginado los peores lugares para pasar la noche.

La sopa que nos ofreció tuvo poderes curativos, de mi dolor de panza, de la cara dolorida de mi mamá, y la de susto de mi hermano que jugó con su hija y se olvidó por un rato de lo que nos estaba pasando. Esa noche, sus cuentos nos envolvieron a los cuatro—mamá incluida—hasta que el sueño nos venció.

Aquella fue la última vez que vi a mi padre siendo niño. Y a mi abuela.

Hace poco volví a encontrar a mi papá. Me dijo, como si se tratara de una excusa estudiada de antemano, que mi mamá no lo había dejado acercarse a nosotros durante muchos años.

Sentí odio y, curiosamente, lástima. El tiempo tiene maneras extrañas de manejar la memoria.

Fue como si me hubieran tocado una lastimadura de nuevo. Y al tocarme apareció no sólo el dolor, sino también una imágen de mi papá antes de la bancarrota, la depresión, la bebida, las peleas, las agresiones.

La imagen era como un caleidoscopio, de un color una foto mientras me enseñaba a prender el fuego, otro color haciendo salsa para los fideos, otro, arreglándome un auto a batería.

No había sido el padre ideal, pero supe quererlo, y me supe querido. Pero mi sentido de justicia reclamaba que hiciera prevalecer a los otros recuerdos, los que me hacían sentir rencor.

A decir verdad ambos lados de la balanza tenían su propio peso. Por eso puedo decir que tuve dos padres.

A uno lo perdí (y si lo perdí es porque lo tuve). Del otro nos escapamos, porque nos lastimó.

Hasta este encuentro sólo había tenido presente al segundo. El que se encargó de tapar mi angustia cada vez que necesité de aquel padre. Me negaba a extrañar a alguien que tanto daño me había hecho.

No me había dado cuenta de que tenía pendiente hacer un duelo por el primero. No me había dado cuenta de que, para seguir adelante, necesitaba darle lugar a ambas partes de la historia.

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