Te dejan de querer y te obligas a encontrar otro lugar seguro.

Me fui de mi lugar seguro porque, aunque estaba, ya nadie me esperaba.
Me estaba costando muchísimo quedarme en un lugar de donde no se iban, pero tampoco se estaban quedando.

Es fácil diferenciarlo; pasa que no quise aceptarlo.

Me fui en contra de todo, más en contra de mí.
Quería quedarme, ya nadie me estaba eligiendo y… entonces, durante meses, lo único que pude decir fueron silencios porque las palabras tampoco salían, y me daba mucho miedo descubrir que ya no me sentía yo con ellas, porque incluso parecía que hasta ellas se habían ido, se habían ido con todo lo que se fue o, quizás, más bien con todo lo que dejé. No sabía por qué me estaba yendo, pero mucho menos por qué me estaba quedando.

Preferí creer, creer que después de esta soledad, fuera de esta ausencia, existiría para mí un mejor lugar para quedarme, para dejarme querer, para dejarme cuidar.
Me fui de mi lugar seguro y, hasta ahora, no me he encontrado en otro.
A veces vuelvo a visitarlo en mi memoria, y pareciera que, en vez de pensar que se borraría mi rastro, cada vez huele más a esa mujer que fui. Encuentro más cosas de mí, me habla más de la ternura con la que besé y reí.
No puedo mentir, me extraño muchísimo, me invade la nostalgia y, por las noches, a veces me vuelvo a acordar de ella e intentó sonreírle como ella alguna vez lo hizo. La cuestión es que ella no comparte mi dolor, aún no; por eso, aunque somos la misma persona, ella nunca podrá entender por qué soy lo que soy. No quiero explicarle que el dolor sí te cambia. Sentirte el “no lugar” de alguien también es no poder encontrar un lugar para ti.

Todavía recuerdo mi sitio favorito y me cuesta tanto aceptar que nunca fue mío, pero, carajo, ¿quién me explica por qué se sintió como si lo fuera? ¿Quién me explica por qué mi cuerpo me mintió cuando me hizo sentir que encajaba perfectamente en ese otro huequito de sus costillas?

Y ahora no hay cuerpo que me parezca humano, ni mano que me despierte algo.
No existe mirada que me dé seguridad, porque mis lugares seguros, los que creía eran exactamente eso: “seguros”, he querido ir a sentarme un ratito y el mundo les borró mi nombre; no hay camino que me lleve a ellos, los nombró y todos suenan a pasado.

Por ahora vivo en refugios, nada estable ni eterno.
Un refugio que, por momentos, me ha hecho sentir en paz, pero no querida.
Porque, de verdad, no hay nada peor para alguien que escribe que dejar de sentir. Que ya nada te despierte algo. Que vivas muerta, cansada de este olor putrefacto que aparece cada vez que intento volver a creer aunque sea en un pequeño gesto de la humanidad.

Me fui de mi lugar seguro, he dejado de creer en mí, y no dudo que he muerto.

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