Mi relación con la palabra viene de mi infancia. En mi deseo de poder comunicarme, aprendí a hablar siendo muy pequeña y a leer antes de los tres años y, desde entonces, me ha gustado imaginar historias y, a veces, contarlas. Y, aunque esta relación ha sido bastante intermitente, siempre hay algo que me compele a regresar. ¿Por qué? Porque la palabra es, en el fondo, lo único que me salva de mí misma. Siento un miedo profundo de morir sin haber sido escuchada (o leída), a hundirme en la vacuidad del olvido sin jamás haberme atrevido a ser quien soy, por miedo o por costumbre. Llega un punto en la vida que uno teme por todo lo que dejó, por todo a lo que no tuvo el valor suficiente de aferrarse. Para algunos es el amor de una persona; para mí es la literatura, la escritura, la poesía.
Así que, ¿cómo podría responder a la pregunta de por qué escribo? De forma sencilla: escribo porque gritar no puedo y matar gente fuera de la ficción está mal visto. Escribo a manera de catarsis, como remedio para sanar, para expresar lo que no debo o no quiero decir en voz alta.
Es la forma que tengo para mostrar mi inconformidad ante el mundo, pero también para exaltar la belleza que encuentro en este mundo. Por otra parte, es a través de la palabra como puedo (re)conocer a todas las Denisses que me habitan, cada una con su voz propia, intensa, desafinada, violenta, sarcástica, nostálgica. Cada una tiene algo que decir y yo lo escribo y me desfragmento.
Escribo también porque una vida no alcanza para experimentarlo todo, conocerlo todo, sentirlo todo, pero a través de las historias -propias, ajenas, reales o ficticias- una puede acariciar la idea de multiplicidad y, por qué no, de permanencia en esta realidad o en otras.