Todo ocurre en un momento y contexto.
Lo que soy no se explica de otra manera sino a partir de lo que hoy veo como posible, como doloroso; lo que estoy dispuesto a hacer, enfrentar.
Pequeñas acciones marcan un rumbo, un cambio.
Abrirme a nuevas miradas, atreverme a intentar o dar pasos pequeños, nuevos, desconocidos, como los del bebé que se para tambaleante, da un pasito, se cae, se levanta sin mirar atrás, sin vergüenza, sin miedo al qué dirán.
Soy permanente andar; aun cuando me detengo, cuando hago un alto en el camino, la vida sigue ocurriendo y yo en ella.
Nunca para, nada para, la inmovilidad es movimiento pasivo.
Mi vida es en relación con los otros, con lo que hago y con lo que evito.
Lo que temo no suspende el vivir en el vacío, simplemente lo podría atrasar, en el mejor de los casos; o participa de la vida como espectador en la orilla de la cancha, en la que la acción principal es evidente para todos y la que se esconde es la vida común, habitual, la de la cotidianidad en la que no hay aplausos perceptibles.
Muchos anhelan y envidian esos grandes triunfos del que se lanza al ruedo y se atreve a ser herido en la batalla.
La inmovilidad por miedo a fallar, por no querer ser lastimado, habla de una vida en movimiento distinto. Es el viajar detenido, en cámara lenta, anticipando cada paso. Queriendo controlar a cada instante el éxito y el fracaso.
Pasos lentos o inexistentes que quieren alejar el dolor y sólo lo acercan más en otras formas. No es el dolor vivo de la caída, de la equivocación; es más bien la frustración, la tristeza y angustia de la pausa mirando la vida ocurrir, en evidencia, y aunque deseándolo, no atreverse por no ensuciarse en el camino.
La línea del tiempo sigue avanzando, como tic toc del reloj. La vida nunca se detiene, aunque así quisiera creerlo. Y esa es la paradoja, porque, aunque no me atreví, no me lancé, no tropecé con grandes piedras y amenazas, estuve atrapada en una pequeña jaula que va a la deriva en el mar de la vida.
Nunca quise subir a la gran embarcación por no mojarme, y me mojé de todas maneras con aguas de un pequeño laguito que se revuelven día a día sin avanzar.
La línea continua, lo que hoy soy no sabe quién seré, aunque lo anhele o imagine.
La vida presentó a cada paso un abanico de posibilidades que se desplegó sólo al dar el paso. Nunca antes; nunca se muestra sin estar en el recorrido, en el movimiento.
Siempre la vida me presentó mejores y más opciones cuando me puse en la ruta. Nunca llegaron a tocar a mi puerta. Y hoy sólo lo veo a la distancia, como pasado.
La línea de la vida se ve en retrospectiva, pero se camina hacia adelante, hacía deseos y fracasos.
Todo lo que desearía no haber elegido fue andar de todas maneras.
Quisiera quitar algunos tramos de esa línea, haber sabido de antemano el resultado, tener la bola de cristal que me permite ver para darme cuenta de cómo eso que elegí en un momento se desplegaría en adelante. Cómo marcaría mi vida con dolor y tristeza.
Y esa es la gran paradoja: si no avanzo y me equivoco tampoco triunfo ni despliego las sorpresas y regalos que van incubándose en el andar.
Qué dolor e incertidumbre no saber en el momento si eso que estoy eligiendo llevará al éxito o al fracaso, y, aun así, que sea la mejor opción.
Detenerme a ver la vida pasar no asegura evitar la tristeza.
Sí, la vida es misterio permanente.
No se devela en la inmovilidad. En ésta, lo que ocurre es el simple transcurrir, sin un para qué más que la simple supervivencia.
¿Y valdrá una vida que sólo se mantiene viva, si no se le arriesga?
No tengo la respuesta, pero si la tuviera, diría que no, que no me fue regalada para preservarla impoluta. No seré premiada por entregar el talento que me fue dado de la misma manera.
Entregar 10 y 10 más es lo que al final podría llamarse triunfo, no por el excedente sino por la experiencia. Por los encuentros al andar. Por los descubrimientos de mí que no sé si estaban o se gestaron en el recorrido.
Veo hoy las distintas líneas de personas y la mía misma y reconozco el camino; no son perceptibles los rasguños, los dolores, sólo las victorias, como si fuera solo eso; y lo que en realidad me marca, es la falta, lo que no está, lo que no logré.
Qué injusta es mi mirada.
No me aplaudo, no me paseo en hombros celebrando. Más bien agacho la cabeza con vergüenza por mis actos fallidos.
Levanta las manos con la copa y celebra, es la más grande, la del primer lugar, la de los que intentaron muchas más veces y fracasaron más aún.
La corona no se obtiene con pequeños y escasos intentos. Le pertenece a los que llegan sudados, sucios, agotados, aunque la reciban con una gran sonrisa y hermosos trajes.
Eso es sólo escenario, no revela el camino andado.
Veo la línea horizontalmente, y entro y salgo a los distintos momentos de tristeza y alegría; y reconozco que cada momento futuro está ligado con los anteriores.
No Soy, sino que soy el camino, el movimiento que como madeja se va formando.
El tiempo, qué ficción tan extraña que los hombres han inventado. Es en esa perspectiva que aparece la culpa, el dolor, el arrepentimiento. Futuro sólo existe si hay tiempo. Pasado también.
Si no recordáramos quizá seríamos más felices, pero con menos creaciones.
Qué dramático es querer ser como dioses, creadores, omnipotentes; no como los bellos animales que nos rodean pero que parecen no imaginar ni anhelar.
Cuántos éxitos no conocí porque no emprendí la jornada.
Ese es el gran castigo, el desafío y el misterio.
Somos líneas en el tiempo.
Somos líneas del tiempo.