Que se destruyan las hojas

Que las hojas que cuentan tus historias tristes se destruyan, se derrame el café sobre ellas, se rompa el papel; que no quede rastro de eso que explica lo que te hace doler, lo que te daña.

Que tus cicatrices sean trofeos de guerras vencidas en medio de múltiples batallas.

Que no guardes en tu corazón lo que dice por qué tienes que sentir dolor, que eres menos, que no vales; o lo que te confirma por qué no has conseguido eso que anhelas.


Que en su lugar atesores los momentos -que también existieron- en los que fuiste amado por gente lastimada, pero que te quería, a su horrible manera, en medio de su dolor e ignorancia.

Ese libro que narra tu vida es una fantasía, un cuento infantil lleno de drama que lo hace interesante con exageraciones de momentos que seguramente te sobrepasaron y fueron reales.

Lo que no es interesante, es que sigas siendo ese niño, ese pequeño ser atemorizado, que cómo reptil lanza tarascadas para defenderse.

Lo que pasa, pasa en medio de mil otras cosas.

Hay vidas trágicas, sumamente dolorosas, que aun así despliegan sus alas para volar con todo y la desolación; la tuya es más valiosa que cualquier relato.

El dolor de cada uno a tu lado no permitió resaltar los párrafos y capítulos de momentos felices, de posadas y piñatas, de trastecitos y trenes, de dulces y risas.

Todo eso también estuvo y hoy puede ser un buen momento para arrancar las palabras que cuentan dolor y rechazo, o al menos agregarles la ignorancia de quienes lo provocaron.

Mejor aún, como cuaderno de escuela que concluyó su ciclo, arrancar las hojas usadas, viejas, rayoneadas; tirarlas a la basura para poder darle un uso nuevo. Puede estar un poco maltratado de la pasta, pero un buen forro puede hacerlo el espacio para escribir la vida nueva que siempre viene por delante.

Conservar esas evidencias añejas cuenta sólo un momento parcial sin mucho de lo que sí había de bello, como las tardes antes de la comida, después de regresar de la escuela, acostada al sol en la orilla de la puerta que llevaba al pequeño jardín, sintiendo el calor y la frescura del aire mientras soñaba jardines más grandes; siempre en el futuro, allá, en un lugar mejor, ciega a la magia del presente que había bañado de lágrimas de melancolía en lugar de dicha.

Abrir las ventanas de mi mente a que se ventile, que entre el aire de la libertad para volar a nuevas vidas de amor, de fiesta. Apropiarme de los momentos en los que el velo del desconsuelo no había cubierto el sentido de ser bienvenida en la casa de otros, en sus corazones lastimados.

Escribo para entender y luego olvidar, no para recordar cómo si de un tesoro se tratara aquello que creo que explica quién soy; vengo de otros relatos que afortunadamente me trajeron hasta acá, que en el trayecto y la batalla se vivió dolor, destrucción, exilio, pero no son yo.

Yo no soy eso y a veces lo atesoro como mío. Es una herencia no valiosa que tendría que rechazar, regalar, deshacerme o por lo menos no regar como planta cada día sino arrancar las hierbas viejas que ya no embellecen las nuevas construcciones.

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