¿No es increíble cómo pueden volverte loca las moscas?
Y en realidad, basta solo con una para desquiciarte completamente. Anda por ahí, revoloteando y bisbiseando. Ahora adelante, ahora detrás de ti. Puedes oírla, pero no puedes verla. Pasa como una ráfaga, rozándote con ese zumbido maldito. El sonido de su cuerpo chocando contra las ventanas es enervante. Vuela por todo el cuarto. La sientes cerca una y otra vez.
Cuando se posa en la pared, la ves. Estás lista, preparada para asestarle el golpe definitivo y… nada. Se va volando. Tratas de ignorar su presencia, pero ella insiste e insiste, y te ataca nuevamente. Bis bis por aquí. Bis bis por allá. Lo intentas una vez más. Preparas la toalla —o lo que tengas cerca— para poder aplastarla contra la pared. La ubicas. Te acercas sigilosa y ¡zaz! Nada.
No sé qué es lo que ocurre, pero cuando tratas de golpear a una mosca, el movimiento se vuelve lento y torpe. Es como si vieras tu brazo moverse en cámara lenta y nunca logras dar en el punto donde están tus ojos, donde está ella. Es enervante.
Tratas de continuar con lo tuyo, pero la sientes ahí, como una presencia que te acecha, que está esperando a que te relajes un poco, a que casi te olvides de ella para embestirte nuevamente. No puedes más. Tienes que detener lo que estás haciendo por culpa de ese bicho maldito.
¡Maldito bicho!
Te pones en guardia. Ahora serás tú quien la espíe, quien esté un paso adelante. Tienes el arma preparada.
Bissss. La escuchas a tu izquierda.
Bissss. Pasa por encima de ti y se posa en la ventana.
¡Zaz! ¡Le das! Estás segura de que la viste caer. Buscas el cadáver para confirmar su muerte, pero no está en el suelo. Ya no puedes escucharla, pero no tienes evidencia para asegurar que la mataste. No hay nada.
Revisas debajo de la cama, del librero. Nada.
Debajo de tu perra. No, tampoco está ahí.
¿En dónde está su cuerpo?
Tratas de serenarte, de confiar en lo que tus ojos vieron, pero allá, en el fondo de tu cabeza, algo no te permite estar tranquila. Sientes que en cualquier momento la escucharás bisbisear nuevamente. Pones atención a los sonidos a tu alrededor. Nada. Te permites continuar con tus tareas y te dices a ti misma que lo lograste, que puedes descansar. Te olvidas de ella. Por fin.
Sin embargo, cuando te vas a dormir, ¡ahí está otra vez!
Y ahora viene con más fuerza. Choca contra ti y sientes su cuerpo rígido y pegostoso contra tu brazo, contra tu cara. ¡No! ¡No puedes verla ni vencerla! La oscuridad es su territorio.
Enciendes la luz y, de repente, el silencio. Ese es su juego. Quiere volverte loca. Desquiciarte. La buscas por todas partes. Está bien escondida, esperando a que te descuides. Se alimenta de tu miedo, de tu vulnerabilidad.
Necesitas una linterna para poder apagar la luz del cuarto y sorprenderla cuando la escuches zumbando cerca. Te sientas sobre tu cama en medio de una oscuridad punzante. Sostienes la linterna con las dos manos y esperas.
Después de un tiempo que te parece eterno, sale de su escondite. Enciendes la pequeña luz y puedes verla, con sus ojos malditos burlándose de ti. Lista para atacarte. Agarras la linterna con todas tus fuerzas y abanicas para golpearla. Nada. La sientes sobre ti. Tratas de darle, pero sus embestidas te obligan a cerrar los ojos. Agitas tu arma a ciegas. Se para en tu frente.
¡Zaz! ¿Le diste?
No. Ahora está en tu oreja.
¡Zaz! ¡Zaz! ¿Ya cayó muerta?
Golpeas unas dos o tres veces más para estar segura de que por fin le diste. La linterna se apagó con los golpes y ya no la escuchas.
Sientes cómo un líquido caliente escurre por tu cara, por tus oídos. Sabor a metal en la punta de la lengua. Escuchas un zumbido sordo y a alguien que grita a lo lejos. ¿Será la mosca pidiendo clemencia? Agitas tu arma arriba y abajo, derecha e izquierda por si acaso.
Alguien enciende la luz, pero el líquido empieza a cubrir tus ojos y no puedes distinguir quién te sostiene los brazos y te arrebata tu arma.
—¡No, por favor! —gritas desesperada—. ¡Puede volver en cualquier momento!
Abres los ojos. Te sientes más tranquila. Estás en un espacio diferente. Todo tan blanco, olor a jabón y desinfectante. Solo tiene una pequeña ventana por la que entra la luz, pero no puede abrirse. Es por tu seguridad, dicen. Pero la verdad es que no importa, tú lo prefieres así.
Las moscas siguen acechando y tratando de atacarte. Golpean una tras otra la ventana, pero no pueden entrar. Escuchas sus cuerpos destrozarse contra el vidrio frío y sonríes.
Un comentario
Magnífico relato construido de tal forma que te sumerge en la desesperación que la protagonista vive, me encantó el ritmo y ese giro final te deja con sentimientos encontrados entre tranquilidad y un toque de tristeza.
Me hizo recordar al maravilloso cuento de Amparo Dávila “La señorita Julia” y ambos nos dejan con una importante lección:
El más mínimo ruido te puede llevar a cuestionarte la realidad…o la cordura.