Damián contrajo polio cuando tenía ocho meses. Me dijeron, entre otras cosas, que no iba a poder caminar. En aquel momento, sentí que no podía dejar entrar el terror en mis sentimientos y me convertí en una armadura. Vacía, para no sentir, pero operativa y combativa para luchar contra lo que fuera necesario.
Escuché a medias las posibles consecuencias de la enfermedad y decidí hacer lo imposible para que todos esos pronósticos no se cumplieran en mi hijo.
Empezamos a ir al hospital de rehabilitación que quedaba en la Capital. Me levantaba a las 5 de la mañana, preparaba comida para los dos, levantaba del tender lo que había lavado el día anterior, doblaba todo para que me entrara en el bolso, agregaba juguetes y todo lo que suponía que nos iba a hacer falta, como si estuviera cargando un camión con acoplado…
Lo llevaba yo, porque Francisco tenía que ir a trabajar. Nos tomábamos dos colectivos. Dos horas de ida, dos de vuelta. Los días que llovía rogaba para que no se inundara el barrio, pero si se inundaba, salíamos igual.
Sentía, en un estado de loca certeza, que estaba inmunizada contra todo. Como si el universo tuviera que darme ese superpoder y nada pudiera hacerme daño. Como si no me cansara, como si no me doliera. Como si nada malo pudiera alcanzar a mi hijo mientras estábamos en medio de esa carrera contra la enfermedad.
No quería escuchar a nadie. Solo a los médicos cuando me iban dando informes de cómo progresaba Damiancito.
Me acostumbré a ese ritmo. Los días que no tenía que ir a la Capital me encargaba de hacerle practicar los ejercicios en casa, además de lavar, cocinar, planchar y preparar todo para el día siguiente.
Cuando ya había pasado un año y medio, o quizás un poco más desde el diagnóstico, hubo un día feriado, creo que un primero de mayo, en el que estábamos los tres en casa. Ese día recuerdo que percibí mi cuerpo pesado y cansado. Mis brazos y piernas me hicieron saber que estaban ahí, esperando un poco de reposo continuado.
Cuando terminamos de comer, le dije a Francisco que me iba un rato a descansar, que se quedara cuidando al nene.
Me acuerdo de que había llovido toda la semana y ese día hacía calor, pero no tenía fuerzas para salir, como me había sugerido Francisco.
En cuanto me acosté, empecé a llorar. De cansancio, de bronca. Me quedé dormida. En un momento, entre sueños, escuché que Francisco me llamaba. Me asusté; parecía apurado.
—¿Qué pasa, qué pasa? —le grité, abriendo la puerta del comedor y sintiendo el corazón latir en mis oídos.
Cuando llegué, estaban los dos mirándome como si escondieran algo. Me contaron que habían ido a la heladería y Francisco me acercó el pote para que me sirviera, porque teníamos que «festejar algo».
Damián estaba parado, agarrado a una silla, a unos metros. Francisco fue a su lado y le dijo:
—Damián, vamos a ver si queda helado en el pote que tiene mamá.
Lo sujetó con las dos manos y luego… se las soltó.
No necesito cerrar los ojos para recordar a mi hijo, como si fuera hoy, caminar hacia mí abriendo los brazos. Con pasos torcidos, victoriosos, suyos.
Contuve el aliento y también contuve mi intención de sujetarlo. Frené el susto a tiempo para recibirlo y abrazarlo, orgullosa.
Tengo que confesar también que en ese momento, a la emoción de verlo caminar, se le adosó un pensamiento: ¿por qué no se largó a caminar conmigo en lugar de haberlo hecho con Francisco? Me sentí egoísta, pero no pude evitarlo.
Es que yo había estado todo ese tiempo dedicada y teniendo un cuidado con sus piernitas como si hubieran sido de cristal. Tanto, que no me animaba a soltarle la mano.
Para eso, me di cuenta después, era necesario su papá.
4 comentarios
Es una descripción perfecta de lo que siente una madre en esos momentos, las palabras justas, sin dramatismo. El dolor, atraviesa el cuento, de una manera especial.
Un final deseado, con los sentimientos que corresponden. Todo perfecto!!
Excelente cuento!!
La devoción de una madre por un hijo con discapacidad es inconmensurable, solo ellas saben el esfuerzo del dia a día, la angustia, la incertidumbre del mañana, todo esto conlleva a una sobreprotección de ese hijo sin darse cuenta que la sobreprotección Anula. Dos cosas necesito Damian, una madre agotada como cualquier ser humano que decidió dormir, se separo de su hijo y dejo un espacio, la otra un padre que supo aprovechar el momento y hacer lo correcto, fue así como Damian comenzó a caminar.
Me encanta como escribís !!
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