El otro día me preguntó si me gustaba cómo le quedaba un vestido. Le dije que si, que me encantaba. Y me quedé en suspenso. De repente me acordé de mí y de un vestido que había sido de mi prima y que mi mamá quería que me ponga para un cumpleaños.
“No me gusta y seguro me queda grande”, le dije.
“Qué importa”, dijo mi mamá con una voz pesada y con cara de hastío… “a quién le importa, María Eugenia? da gracias que tenés vestido”.
Me fui a mi cuarto. No pude responderle. Sabía que las cosas en casa no estaban como para comprarme un vestido nuevo, pero ese tipo de respuestas de mi mamá me hacen sentir culpa por desear algo más allá de la subsistencia.
En aquel momento no podía decir que a mi. No podía ni pensar en responderle a mi mamá.
Después de esa escena recuerdo a mi hermana, ya grande, maquillada para salir a trabajar con un trajecito de color lila.
Lila!…quién tiene un trajecito lila?, pensaba en aquel entonces. Alguien que ya tiene uno negro, otro gris, otro beige…Supongo que ella sí quería contradecir a mamá. Y podía. Parecía que le refregaba la ropa en la cara, en sus opiniones. Se la compraba y se la traía puesta desde la tienda.
Mi mamá había dejado de decirle cosas a ella. Decía cosas “de” ella. De todo decía. Mi hermana empezó a ser como alguien a quien yo envidiaba y a la vez la prueba de que se podía hacer algo distinto. Pero yo no era ella y en aquel momento, supongo ahora, me quería asegurar el amor de mi mamá haciendome invisible. Además, sospechaba que algún peaje iba a tener que pagar para poder salir de la tela de araña que mi mamá tejía con sus palabras y que ese peaje iba a ser muy caro…
Cuando terminé la secundaria empecé a tener “pánico”. Si, todos esos síntomas que te hacen sentir que te vas a morir. Y tuve los ataques dos veces en las que estaba lista para salir a entregar currículum en los negocios del centro. Yo quería empezar a salir, a trabajar. Como mi hermana. Pero a raíz de los ataques de nervios empecé a salir acompañada. Dependía de mi mamá. Qué ironía. Qué síntoma traicionero!
En aquellos momentos mi mamá decía que yo no ponía voluntad. Que era por eso que no podía salir. Entonces me acompañaba a todos lados. Bah, al médico, porque mi vida social se limitaba a dos amigas, que mi mamá criticaba cada vez que podía (y cuando no, también).
Me habían derivado al psicólogo, y esa había sido la única indicación que no habíamos seguido. Mi mamá pensaba que era para locos, y que yo sólo tenía un miedo que podía controlar, que además era una exagerada.
La que me hizo volver a considerar el tema del psicólogo fueron mis amigas. Un día vinieron a “avisarme”, muy serias que no podían seguir viniendo a consolarme si nada iba a cambiar. Que se sentían impotentes y también les hacía mal verme así, y que si no iba a un psicólogo no iban a venir más. Lloré más fuerte, pero empecé a sentir alivio cuando me imaginé que podía tener una solución. Confié en que la amistad con ellas me iba a sacar de aquello. Me sentí fuerte, y eso me hizo esperar que pasaran un par de días (porque sino mi mamá iba a decir que ellas me habían influenciado) y le mentí a mi mamá por primera vez. Le dije que había escuchado a un médico hablar del ataque de pánico, (uno que ella respeta mucho, de la tele) y que había dicho que la solución era ir al psicólogo, se lo dije como al pasar y le agregué que yo mucho no creía pero el médico había dicho que había que hacerlo sí o si.
Me sorprendió saber, al otro día, que me había sacado un turno, y que me iba a acompañar al psicologo, “para ver si te ayuda a poner más de vos, a no ser tan floja, porque tampoco voy a ser tu esclava toda la vida”, dijo.
Ahi empezó otra “temporada” de la serie de mi vida.
Donde ahora había un adulto que me escuchaba, sin calificarme de vaga, floja, inútil. Que le daba lugar a lo que yo pensaba, podia hablar de mis deseos sin ser criticada o anulada.
Todo eso fue desde el primer momento un alivio y una emoción que viví a escondidas de mi mamá.
Y al principio también a escondidas de una parte de mí que paradójicamente sentía que traicionaba a mi mamá por hablar “mal” de ella.
Estaba dividida, pero en el fondo sabía que no está bien que una madre te maneje la autoestima ni que uno la deje avanzar. Esa parte mia fue la que tuvo fuerza para cavar el túnel y sacar a la “otra” de la cárcel de sumisión en la que estaba. Juntas tenían que caminar hacia el otro lado.
Esperaba y trabajaba tanto para ese final feliz… pero a la vez los obstáculos eran igual de fuertes.
Sentía a mi mamá al acecho. Seguramente ella sospechaba ¿cuánto tenía que ver en lo que me pasaba?
Me confundía. Un día me decía que invite a mis amigas, al otro día las criticaba y me criticaba si me maquillaba, o si me prestaban ropa que era siempre “muy” corta, larga, colorida…
Yo la dejaba, había aprendido algunos “trucos”, pero me dolía. Porque a la vez quería tener una mamá y también quería ser una hija de la que “esa” mamá se sintiera orgullosa.
De a poco dejé de buscar estar en ese lugar, y fui buscando otros, encontrándome con miradas mas benévolas, como la de mis amigas, y como la que a veces, a escondidas de mi mamá, me regalaba mi papá.
En terapia me acordé de distintos momentos en los que mi papá me decía que algo me quedaba bien, o de atrás le hacía un gesto de fastidio a mi mamá, o me decía que no le haga caso…y empecé a valorar esos pequeños detalles suyos.
Antes yo lo criticaba como hacía mi mamá. Que su trabajo era mediocre, que apenas nos servía para llegar a fin de mes, bla, bla, bla.
Fue por mi papá que conocí a Marcelo. Es el hijo de un amigo de él, del taller.
Otro gran capítulo es el momento en el que empecé a salir con él, y en el que, después de un año y medio, quedé embarazada de mi hija. La que hoy me preguntó por su vestido.
Ahora puedo decir que la noticia de su llegada fue lo me pujó afuera de la casa de mis padres. Todo se alineó para que nos fuéramos a vivir juntos a un cuarto detrás de la casa los padres de Marcelo.
Creo que volví a nacer cuando salí de mi casa. Podría decir que mi partero fue Marcelo. También mi terapeuta y mis amigas. Después llegó mi hija, que me está enseñando a ser madre, entre otras cosas.
Ellos sacan lo mejor de mí, y me ayudan a domesticar a los monstruos que rondan todavía mis pensamientos. A tal punto, que ya casi no los escucho criticarme cuando, por ejemplo, me pongo un vestido corto, o lila.