Cocinar para ella era estar en un ambiente seguro. Sentía pasión por cocinar. Casi no recuerdo a mi mamá en otro escenario, con el delantal puesto y con las manos siempre aceitadas. Destapando una olla y absorbiendo olores mientras entrecerraba los ojos, transportándose quién sabe adónde.
Los fines de semana le pedía a mi papá que corte verdura, o que bata una crema. A mi me daba tareas más “periféricas”. Que le busque una lata de la despensa, que ponga la mesa o que ralle el queso. Ella era la que dirigía y nosotros colaborábamos en su causa.
Cuando le salía alguna receta sofisticada, la expectativa de nuestra aprobación era la de un niño cuando está por recibir un regalo muy ansiado.
Generalmente estaba concentrada, pero si yo venía a decirle algo me decía que la espere, siempre eran “dos minutos”. Revolvía el mate que tenía hacía horas cebándose, y se sentaba a escucharme en la mesa de la cocina. «Soy toda oídos», me decía.
Porque sabía que su mundo era la cocina, no me extrañó que, cuando se enteró de su diagnóstico de cáncer, me sentara al lado suyo, y después de contármelo sin detalles, me diera un cuaderno recién comprado y me dijera: “hay muchas cosas que tenemos que anotar”.
Ahora lo recuerdo y me pregunto cómo fue que pensó tan friamente, planeó sus últimos meses, fue a la librería, y sacó fuerzas para estar tan entera…
Yo me quedé muda, invadida por un zumbido de miedo. Ella siguió con una autoridad y resolución que me confundieron, pensé si se habría vuelto loca pero me dejé llevar por su verborragia.
“Yo no sé si lo que te voy a dejar como herencia es mucho o poco”, me dijo acariciándome el pelo. Le recibí el gesto pensando que quizás romperíamos en llanto . Pero ella siguió como si lo hubiera estudiado:
“Quiero que sea algo que te sirva para vos, para tu casa o para un trabajo. O para que me recuerdes. Lo que te amo ya lo sabés, y si no lo sabés ahora, te vas a dar cuenta mas adelante.
Vas a ir a la mañana al colegio y a la tarde vamos a estar juntas en la cocina, como si fuera nuestro laboratorio. Quiero enseñarte lo que sé. Y lo vamos a escribir juntas en este cuaderno. Así siento que me quedo con vos, vaya adonde vaya.”
Y así fue. El primer día de estas “clases” finalmente nos aflojamos, supimos que eran momentos de despedida, lloramos, nos abrazamos, pero fue un momento corto, porque ella tragó saliva, se limpió la cara y me dió un pañuelo a mi también. Dio un largo suspiro con una media sonrisa que pronto enderezó y nos pusimos a trabajar: “No tenemos tiempo para esto”, me dijo y se dijo.
Empezamos con una receta que le había enseñado la abuela.
Ponernos en marcha con la “tarea” que teníamos nos hizo concentrar en algo mas allá de nosotras. Algo que queríamos que perdure y cuyo recuerdo pretendíamos que nos dé abrigo cuando fuera necesario.
No sé bien si estábamos negando la enfermedad (porque a veces, de tan concentradas, nos olvidábamos) o si, por estar muy advertidas de su presencia, buscábamos la mejor manera de atravesarla, estando juntas el mayor tiempo posible, como quien busca un refugio en medio de una tormenta.
Fueron pasando los días y ella me iba dictando recetas que yo sumaba al recetario pero además, como en un márgen, yo anotaba “aprendés muy rápido, hija”, “tenés mucha fuerza, esas latas no las abre tan fácil ni tu padre”,y también mientras me miraba como si fuera un prodigio: “tenés el poder de calcular bien los ingredientes aun sin usar el tarro medidor” o “vos vas a poder dedicarte a lo que quieras, porque sos perseverante, cuidadosa, prolija”…
Yo ponía corazones al lado de cada receta que indicaban el grado de dificultad (había que leerlo así: más corazones, más difícil, es decir, más corazón hay que poner para que salga bien, habíamos dicho a modo de clave).
Mi papá, poco tiempo después de su muerte, me mandó a terapia.
Entiendo que él debe haber tenido miedo a mi adolescencia sin mamá.
En lugar de ir él me mandó a mi.
Me parecía raro volver a hablar con alguien que de alguna manera me escuchara como lo hacía mi mamá. Me parecía que la traicionaba. Por eso antes de ir a la primera sesión me fui a la Iglesia de Itatí. No era de entrar seguido pero necesitaba estar tranquila y que mi mamá supiera que lo iba a hacer por papá y que yo iba a seguir hablando con ella todas las noches.
Me da ternura ahora a la distancia pero fue importante para mi hacer ese rezo primero.
La psicóloga no reemplazó a mi mamá, de eso me quedé tranquila pronto. Me decía cosas que a veces no tenía ganas de escuchar y por mucho tiempo le discutí sus intervenciones, me enojaban. Ella se bancó mi mal humor y que le diga cada dos por tres: “te equivocás”, “eso no es así”, “vos no tenés ni idea.” También esperó mis tiempos. Yo quería contarle todo rápido, que la sesión terminara y mantenerme ocupada durante la semana. Pero de a poco fue como si hubiera atado hilos sueltos, palabras, frases, incluso mis modos de realcionarme con la terapia.
Me fui dando cuenta de lo poco que había elaborado la muerte de mi mamá. Cómo me había hecho una armadura entre el dolor y el mundo que me rodeaba.
Empecé a aflojarme, a enojarme con la enfermedad, a cuestionar sus decisiones. Pasé por varias fases. También tuve altibajos en la relación con mi papá, que estaba ahí para recibir mis “momentos tormentosos”.
Dejé de idealizar a mi mamá, pero aprendí a entenderla. Aunque quedan todavía algunos huecos para seguir trabajando.
A veces me dicen “ qué jóven se murió tu mamá”.
Si lo pienso desde su maternidad, creo que vivió lo justo para darme lo que necesitaba. La recuerdo con paz, con la satisfacción de ver sus ojos orgullosos cuando sacaba algo del horno hecho por mi o cuando medía el azúcar “a ojo”.
Hoy, esa mirada la invoco cuando necesito una palabra de aliento, o una felicitación por algo que yo sola sé que hice bien.
Ni siquiera puedo decir que se fue “antes”. Entendí que eligió cómo vivir, cómo morir, y qué dejarme. Y aunque haya cosas que no comparto, aprendí a respetar sus decisiones.
Una vez me dijo muy seria algo que a simple vista parecería una tontería pero que también era para escribir en ese márgen: “el tiempo de cocción hay que respetarlo, ni apurarlo ni demorarlo”.
Así debe ser que pasa con las cosas de la vida. La muerte es una de ellas.