¿Me pides un «Uber», por favor? ¿Me puedes enviar por «Rappi» tal artículo? Si te doy el dinero en efectivo, ¿tú haces la transferencia a esta cuenta?
Sabe dar «likes» en Instagram, reenviar artículos por X, postear felicitaciones de cumpleaños en Facebook, responder comentarios, subir historias, reenviar fotos, conocer los descuentos de las tiendas por redes… pero entrar a otro tipo de aplicaciones que requieren trámites, no. Eso no.
Nacieron, crecieron, se reprodujeron sin internet, y muchos murieron en el intento de aprender la destreza que nosotros desarrollamos con rapidez, facilidad y hasta por necesidad, gracias a una pandemia que nos aisló del contacto físico y presencial.
Hablo de adultos funcionales. Hablo de muchos a los que las teclas se les vuelven jeroglíficos indescifrables cuando hay que digitar códigos de verificación, rastrear un pedido, sumar varias direcciones en un recorrido, hacer pagos en línea o recargar un teléfono móvil. Interactuar, «scrollear» y llenar carritos imaginarios con la esperanza de un pago final quedan en el limbo. Ese limbo de las redes, que atrapan, embelesan y hacen que pasemos horas en mundos paralelos, creyendo que son la realidad.
¿Por qué unas aplicaciones sí y otras no? Me lo pregunto a diario, y una voz bajita, lenta, llena de comprensión, dentro de mi cabeza me dice: «Hoy son ellos, en unos años serás tú. La tecnología avanza mucho más rápido que la humanidad misma, y aunque nuestros procesos cognitivos se aceleren, siempre habrá algo a lo que no logremos adaptarnos».
Las redes sociales, ese enjambre de imágenes, videos, música, productos, hobbies, consejos, noticias y farándula (y si sigo, la lista es infinita), estimulan unos sentidos y adormecen la creatividad, pero también el tedio. Provocan emociones y generan falsas sensaciones. Impulsan las ondas cerebrales, pero ralentizan la motricidad gruesa. Aumentan contactos, pero reducen presencias. Expanden horizontes, pero limitan la privacidad. Muestran luces, pero ocultan sombras. Manipulan la información y, a veces, sus fuentes son apenas charcos.
Le asisto las veces que puedo, pero por mucho que lo intente, hay un gran abismo entre el mundo cibernético de mi madre, el de mi hijo (que a los seis ya me hablaba del multiverso) y el mío. Yo, que trabajo en el mundo digital, me considero analfabeta de todo lo que es posible, alcanzable e infinito.
2 comentarios
JAJJAJAJAJA Yo empiezo a ser un híbrido entre mi mamá y mi hija
Hija gracias por enseñarme la palabra «orgullo», de eso está lleno mi corazón, gracias a tus actos.