Camino por la calle paseando nuestros dos queridos perritos adoptados, seres que forman parte de mi manada y son mi compañía diaria o más bien, yo la de ellos en esos recorridos cotidianos.
Estos paseos me permiten observar lo que ocurre a mi alrededor, entre otras cosas, la respuesta de la gente ante un hermoso perro blanco, con una gran personalidad que como imán atrae miradas y caricias. Impacta su belleza, color y porte.
Tiene la peculiaridad de llamarse Roberto, nombre que fácilmente recuerdan, por lo que va pasando y lo saludan como a un amigo, aún en lugares lejanos que me hace preguntarme cómo es que lo conocen.
Su hermano de manada, que ha sido protagonista de otras historias, es reactivo a lo que va ocurriendo. Si pasa una persona que le parece sospechosa se pone en guardia; igual si ve un gato o una paloma, otro perro o una bicicleta, sin que yo haya logrado aun descifrar qué lo altera o preocupa.
Roberto es lo opuesto; hay un señor que sin falta, todas las veces que pasamos los llama por su nombre; el primero siempre es el de Roberto quien pasa de largo como si no existiera ni el señor ni su hijo que también lo saluda creyendo que ya son camaradas. No ha ocurrido ni una sola vez que voltee a verlos.
No hay ser que capture su mirada de no ser sus queridos: su dueño -mi hijo-, su hermano y yo, el único otro humano que sin duda ama; pero el centro de su mundo es mi hijo sin lugar a dudas. Ahí la cosa cambia, su atención es absoluta para él. Todo su amor, expectativas, diversión vienen de él; y cuando eso es satisfecho, de sus otros dos amores.
Lo veo cómo se relaciona con el entorno y sólo hay dos categorías: lo que le importa y todo lo demás.
No es que sea agresivo o no juegue con otros perros en ciertas situaciones, lo hace sin problema cuando son los de los amigos o alguno que coincide en el camino; pero su cotidianidad es la de estar enfocado en lo suyo. Puede obsesionarse con un olor y detener su paso ignorando los llamados para continuar a menos que sea mi hijo quien lo llama. Él pone su atención en lo que le es preciado.
Andar con perros no es distinto de cualquier interacción humana: la familia, el trabajo, los grupos sociales tienen dinámicas similares, de relación de interacción, de expectativas; y la forma como reaccionamos a ello depende de cómo nos movemos en el recorrido.
Roberto es un gran maestro de respuesta ante lo externo. De no darle peso ni atención a esos eventos que ocurren en el transitar social, lo que la gente desconocida con la que se coincide en el camino y las reglas de comunidad marcan.
Ni siquiera un perro que anda suelto y coincidimos con él en repetidas ocasiones, y con el que se ha peleado, le quita el sueño. Lo ve y reacciona agresivamente; una vez que está fuera de su círculo vital, desaparece; ni siquiera voltea a ver si viene. Lo que sí hace su hermano y yo misma, queriéndome alejar o evitarlo en cuanto lo veo a lo lejos. Somos presa de nuestros miedos y preocupaciones.
Roberto sabe sin lugar a dudas que cuando llegue la situación si hay que pelear lo hará sin titubear, pero no antes.
La contienda comienza en el preciso momento del contacto. No es que se olvide de ese perro, lo reconoce en cuanto aparece en su campo de percepción, hasta creo que lo huele a la distancia; simplemente no le importa más que cuando tiene que importarle.
Si ha de poner su atención en algo será porque tiene valor para él, para su ecosistema y los seres que le pertenecen, para lo que quiere lograr en el momento. Se mueve con belleza, alegría, determinación, amor y mucha confianza.
Mi reto en cada paseo, y en la mayoría de las situaciones que implican interacción es mantenerme atenta a lo que debo, y ser indiferente a las exigencias y caprichos ajenos. Recordar que hay precios a pagar cuando se quiere quedar bien con otros irrelevantes; que hay una cultura latina que pide agradar al vecino aunque sea nadie en nuestro mundo. Y no significa ser grosero o mal educado, como lo marca la cortesía elemental, sino simplemente no engancharse en una conversación con la mujer que vive quién sabe dónde y espera que yo haga no sé qué, o a la inversa.
Cómo aprender de Roberto, de su claridad, de no distraerse en lo que no le es significativo.
De no involucrarse en las inquietudes y deseos de los otros, irrelevantes en verdad, pero que desgastan la energía. Ese mundo de voces que forman la cultura, lo que otros creen que debería ser con respecto a la convivencia.
- ¿Lo que ocurre cada día es de mi cancha, de la de los otros o de la del misterio?
- ¿Cuál es mi mundo?
- ¿Hasta dónde quiero llegar? ¿Cómo esas pequeñas fugas de energía me distraen y me dejan en el juego pequeño, insignificante?
El patio de juegos de Roberto es el planeta, no hay barreras para brincar, corretear, disfrutar… el único límite es lo que le importa.