Del tiempo aquel en el que viví en una montaña

Hubo un tiempo en el que viví en una montaña
donde casi podía tocar el cielo,
las nubes bajaban a besar mi rostro,
yo conocía el olor del viento,
el sabor de la tierra húmeda,
lo que murmuraban las flores silvestres
cuando las bañaban los rayos del sol.

Hubo un tiempo en el que volé
sobre el campo abierto,
corrí entre el pasto alto
-hogar de serpientes-
escalé presas de muros interminables
y hundí mi cuerpo en el agua helada
del invierno acumulado en las charcas de lluvia.

Hubo un tiempo en el que fui valiente.
En medio de frondosos árboles
jugué a ser exploradora
poeta, soñadora, guerrera.
Descubrí ruinas antiguas,
puentes derruidos,
civilizaciones perdidas
en el cansancio o en el olvido.

Espié casas, caballerizas, laberintos abandonados.
Trepé árboles y paredes,
construí mi escondite secreto en el ático de la casa blanca
desde cuya ventana sin vidrio
veía el horizonte distante -infinito-,
la mujer dormida y el guerrero que paciente la espera,
mi casa rodeada de pinos que mi padre y yo plantamos
en la parte baja de la colina
mientras imaginaba historias románticas
de otras vidas que no eran la mía.

Hubo un tiempo que en esa montaña
aprendí a escuchar al rocío caer de las hojas de pino más altas,
a sentir la caricia del musgo bajo mis manos
cargadas de sueños lejanos
que no pertenecían a la montaña ni al viento,
no al musgo, no a las nubes que bajan a besar mi rostro,
no al pasto -hogar de serpientes-, no al agua helada
no a las piedras en las que, oasis en medio de la presa,
me sentaba a comer las bayas recién cortadas.

Hubo un tiempo en el que sabía lo que el topo le decía a la tuza,
lo que el búho ululaba las noches sin luna
y lo que el halcón buscaba desde las alturas
mientras yo me subía al tejado rojo
para llorar la cansada espera
del corazón adolescente que ama vivir en la montaña,
pero no la soledad;
que ama el canto de las gotas de lluvia,
pero sueña tener alguien con quien
también cantar.

Hubo un tiempo en el que volé
sobre el campo abierto,
pero me sentí prisionera.
Ahora ese tiempo ya no es más.
Ya no vivo en aquella montaña
y añoro esa callada soledad,
el aroma del viento,
las nubes besando mi rostro,
mis manos llenas de tierra, de lodo.
Subir la presa,
ser valiente,
entrar en casas abandonadas,
trepar los árboles y soñar.

Soñar en mi escondite secreto en el ático
desde donde veía el horizonte interminable,
mi casa rodeada de pinos que mi padre y yo plantamos
en la parte baja de la colina
cuando la vida
-yo no lo entendía-
sólo era libertad.

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