Durante la primera mitad del siglo XX, el mundo se sentía revuelto sobre la desolación de las ruinas dejadas por la Primera Guerra Mundial. A este sentimiento se aunaba una especie de desprendimiento de velos que cubrían la realidad disfrazada por la alta burguesía y el sistema industrial. Después de todo, la vida no era tan perfecta como se había simulado por tantos años, por lo que “pensadores, artistas, filósofos, políticos de la época (tuvieron) que comenzar a interrogar, a indagar, a imaginar todo de nuevo”. Todo era puesto en duda. Todo era sometido a la nueva irracionalidad. Incluido el lenguaje. Ya a finales del siglo XIX, Stephane Mallarmé, había hablado sobre ese “contrato roto entre las palabras y las cosas”, que en la década de 1920 se convertiría, según palabras de Ricardo Forster, “en esa primera percepción absolutamente original y revolucionaria de que las palabras, el lenguaje, no dan cuenta de la realidad”; porque, como escribió Paul Valéry en la misma década: “La realidad es absolutamente incomunicable: es lo que no se parece a nada, que nada representa, que nada explica, que no significa nada”. Hubo un deseo de retornar a la infancia del lenguaje, antes del castigo de Babel, con el que, según Michel Foucault, “se terminó el primado de la escritura, desapareciendo, pues, esa capa uniforme en la que se entrecruzaban indefinidamente lo visto y lo leído, lo visible y lo enunciable”.
Hubo una necesidad de destruir todo lo concebido hasta el momento: el pensamiento, el arte, la palabra. Y esa fue la labor de las Primeras Vanguardias: dadaístas y futuristas rompieron con las reglas de la poesía y de la plástica; cubistas y abstractos, con las reglas de la percepción, y así sucesivamente hasta llegar a la segunda mitad del siglo XX en el que, cuando la palabra ya estaba totalmente destruida, cuando ya no significaba nada, se tuvo que recurrir al cuerpo para decir lo indecible, para expresar lo inexpresable. Si para Walter Benjamin, la “memoria se vuelve fragmento”, para algunos artistas desde la década de 1960, la carne se vuelve memoria. Porque en el pedazo de carne se quedan las marcas “descifrables de lo que quiere decir”.
Joel-Peter Witkin, Woman Once a Bird, fotografía, 1990./ Joel-Peter Witkin, First Casting of Milo¸ fotografía, 2004.
El cuerpo se volverá entonces la expresión de lo efímero, de lo contingente de la sociedad y de la vida misma.
Günter Brus y los accionistas vieneses, Joel-Peter Witkin y los artistas de la Nueva Carne, entre otros, recurrieron al cuerpo para callar a la palabra y hacer hablar al pedazo de carne que deviene grito. No importando si se trata de un cuerpo vivo y en movimiento o de masa muerta; la carne, los huesos, la sangre se transforman en signos que nombran, en sustitutos de las palabras, en “espectros de una idea”, como llamaba Paul Valéry al lenguaje. Günter Brus se laceraba en público tratando de imitar, en su piel, los sufrimientos vividos en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial; Joel-Peter Witkin, por su parte, coloca cuerpos deformes o inertes en una especie de tableaux vivant perversos, tratando de demostrar que en lo abyecto también hay belleza.
Günter Brus, Selbstbemalung II, fotografía de una acción, 1965.
En ambos casos, los cuerpos hablan por sí mismos. No es necesaria la palabra para convertir en sublime una acción o una fotografía. Varios artistas de la segunda mitad del siglo XX, como decía Walter Benjamin en referencia al artista moderno, “por todas partes ven caminos, estando siempre en la encrucijada”. Y, en este caso, la encrucijada sería el cuerpo que deviene palabra haciendo evidente el “silencio del mundo”.
Fuentes:
Forster, Ricardo “La crisis de la racionalidad moderna”, en Casullo, Nicolás, et.al., Itinerarios de la Modernidad, Buenos Aires, EUDEBA, 1999.
Sánchez Benítez, Roberto, El drama de la inteligencia en Paul Valéry, México, UAEM, 1997.
Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, México, siglo XXI.
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