—Cada click es una decisión —dijo el hombre de mediana estatura, con lentes de marco negro que parecían demasiado grandes para su rostro delgado.
El hombre de la villa, sumergido en su propio mar de pensamientos de un metro de profundidad, parpadeó varias veces antes de que una imagen lo sacara de su ensimismamiento. Frente a él, un hombre de unos cuarenta y tantos subía lentamente cada escalón hacia la entrada de su negocio.
—Buenas —dijo amablemente, dirigiendo la mirada al estante que había venido a buscar.
En un segundo, el hombre de la villa sintió que todo se detenía. Como si la consciencia encendiera una pantalla gigante dentro de su mente, vio proyectada la historia que había contado una y otra vez para sostenerse en pie: la misma narrativa que justificaba su forma de ser, su manera de evitar el rechazo, el abandono, la humillación. Su estrategia para no sentirse invisible. Para no reconocerse como un «mendigo de amor», como tantas veces se había llamado a sí mismo.
Cada click lo había traído hasta aquí.
Cerró los ojos y vio desfilar la película de su vida: sus decisiones, sus miedos, sus renuncias, sus pequeñas victorias disfrazadas de supervivencia. Y, en medio de esa revelación, las lágrimas escaparon, silenciosas pero urgentes. No sintió orgullo ni alivio. Solo vergüenza.
Angustia con tristeza.
Su corazón se aceleró, intentando oxigenar la carga que lo aplastaba desde dentro. Pero, antes de que se hundiera por completo, la voz del hombrecillo, que apenas podía caminar, lo ancló a la realidad.
—Sí, dígame, ¿en qué lo puedo ayudar? —logró decir, esbozando una sonrisa automática.
—Y… no en mucho a esta altura de mi vida y en las condiciones en las que estoy, pero bue… hay que seguir, mi amigo, en esta lucha…
El hombre de la villa lo observó con detenimiento.
¿En qué momento había asumido él también esa lucha como única opción? ¿Qué narrativa lo había llevado hasta ahí?
—Deme un kilo de ese alimento que usted vende. Es para mi gato, que ya está viejo, el pobre.
Mientras respondía a la demanda, su mente no dejaba de girar en torno a una pregunta: ¿cuántas historias nos contamos sin darnos cuenta de que son solo versiones?
El hombrecillo dejó el dinero sobre el mostrador, y, al volcar las monedas en la caja, el sonido metálico tendió un puente de esperanza.
—Debe haber otra forma de ver las cosas —pensó el hombre de la villa—. Otra manera de escribir la propia historia. La otra cara de la moneda.
Su mente, siempre inquieta, enumeró los cinco defectos que había creído grabados a fuego en su identidad:
- Pensar demasiado, todo el tiempo.
- Ser extremadamente sensible.
- Temer siempre lo peor, aunque soñara con lo mejor.
- Sentir un vacío constante.
- Evitar su propio universo a toda costa.
Pero ¿y si, en realidad, no eran defectos? ¿Y si solo eran expresiones de su esencia?
Pensar demasiado le permitía generar ideas, formular preguntas, explorar respuestas.
Ser sensible le ayudaba a conectar con la profundidad de las cosas.
Temer lo peor e imaginar lo mejor era una chispa para la inspiración.
El vacío era un recordatorio de que siempre había algo por crear, por intentar.
No estaba roto. Solo estaba en proceso.
Respiró hondo y honró la presencia de aquel hombrecillo.
Cada narrativa contrae o expande nuestro universo. Y siempre, siempre está a un click de distancia.
Historias alteradas, integradas y ampliadas del hombre de la villa.
3 comentarios
Tu escritura es un verdadero regalo, siempre invitándonos a detenernos, reflexionar y ver más allá de lo evidente. La claridad y profundidad con la que expresas tus ideas nos inspiran y enriquecen. ¡Gracias por compartir tu talento!»
Gracias por recordarnos que siempre hay otra manera de ver que nos dará Paz y alivio
Muy lindo Claudia, la verdad que nos hace reflexionar , y que siempre hay que ver La otra cara de la moneda. Tal vez es una cuestión interna una cuestión personal o no Pero sabemos que hay otra cara, muchas veces no podemos verla o no queremos.