Tres amigas. Tres destinos. Tres propósitos.
Se reencontraron después de más de veinte años, y el tiempo, que suele parecer un muro infranqueable, se volvió en ese instante un puente invisible.
Cada una había recorrido caminos distintos, pero al mirarse nuevamente supieron que seguían habitadas por la misma esencia de siempre. Una representaba el pensar, la sabiduría y la observación atenta; otra encarnaba el sentir, la emoción, la introspección y el amor; la tercera irradiaba el hacer, el poder de concretar y de ir más allá. Tres manifestaciones del ser, diferentes y complementarias, como tres hilos que al entrelazarse sostienen un mismo tejido .
Ese día no hubo discursos grandilocuentes ni revelaciones extraordinarias. Solo una conversación alrededor de un café, sencilla y profunda, que las devolvió a lo que habían sido antes del tiempo transcurrido. En cada palabra se reconocieron, como si las piezas dispersas de un rompecabezas encontraran otra vez su lugar.
El gesto final del encuentro —el abrazo antes de despedirse— selló el reconocimiento: allí estaba el mínimo reparto común, esa vibración silenciosa que impregna los gestos cuando la vida nos recuerda que seguimos siendo, a pesar de las transformaciones. Un recordatorio de que pensar, sentir y hacer no son territorios aislados, sino expresiones que se buscan y se completan en el lazo humano.
Quizá ese sea el verdadero sentido de los reencuentros: no traer de regreso lo perdido, sino reconocer lo que permanece , aun cuando el tiempo haya querido borrarlo.
Un comentario
Amiga querida me encanta la habilidad de captar situaciones y redactarlas me encantó lo que escribiste, gracias vamos por otro encuentro !!!