Me quedé solo.
Sin Mirta no sé qué hacer. Estoy perdido, embotado, desorientado.
Ahora que lo digo me doy más cuenta. No sé qué hora es ni en qué día estoy, me da lo mismo lo que como, no me dan ganas y me obligo porque sé que tengo que comer. Porque sigo algunos pasos de la rutina que teníamos.
Ella me quería preparar mentalmente. Pero yo no quería escucharla.
Pensar en su ausencia era adelantarme a perderla, y yo no quería perderla antes, no quería perderla nunca, aunque supiéramos.
Ella ahora sabría qué hacer. Yo soy torpe sin ella, bruto, me caigo, me olvido dónde dejo las cosas.
Eso me da un poco de miedo. Ella decía que se me iba a pasar. Que me quedara tranquilo. Tanto me insistía a veces que tenía que escucharla: “cuando yo no esté vas a estar mal un tiempo, escuchame, pero se te va a pasar. Se te tiene que pasar. Te toca seguir viviendo. Respirá profundo, que los nietos necesitan abuelos. Vos le vas a hablar de mi y de nosotros.Te lo encargo”. Y cosas por el estilo. Cuando me agarraba con la guardia baja se ponía mandona. Ella sabía cuándo.
Otras veces me tocaba a mi decirle lo que tenía que hacer: “tenés que comer así podés tomar los remedios, ahora vamos a salir un poco de esa cama”. No quería, pero lo hacía. Le costaba, pero era fuerte.
Hacíamos tratos, nos empujábamos el uno al otro para hacer cosas que no quríamos pero que, en el fondo, sabíamos que era necesario.
Ahora tengo esa discusión con ella en mi cabeza, me pregunto todo el tiempo qué haría o diría ella en determinadas situaciones.
Me pregunto también por qué no hago lo que sé que tengo que hacer. Estar dentro de aquella danza de mandamientos con ella me hacía funcionar pero no es que yo no supiera. Fue la enfermedad mas bien la que marcaba el ritmo. Y ella era la que tenía la batuta. Yo trataba de orquestar todo para que no se caiga ese artificio que es la vida cuando está en jaque.
Me puedo hacer una comida que esté fuera de alguna dieta? Puedo cumplir sus encargos? Qué quiero hacer? Cómo ordeno la casa? Qué hago con sus cosas? Mariano me llamó hace un rato y me dijo que podía pasar a buscarme después del trabajo para ir a su casa el fin de semana.
No tengo ganas, le dije, pero sentí que Mirta me empujaba. Me desplomé en el sillón, y asustado agarré fuerte el teléfono como si fuera a sostenerme. Mariano me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que a lo mejor me hacía bien salir un poco, pero que me tenía que dar tiempo para bañarme.
Cuando corté, respiré y pensé: “bueno, tengo que cumplir con mi encargo”.
Me bañé y me afeité. Estaba con aspecto de linyera y olor a podrido, pero ahora había que tener energía para jugar, para hablar. Necesitaba un poco de luz.
Mariano me vino a buscar y lo abracé sin acercarme demasiado. En el auto le esquivé la mirada. Qué raro es acercarse cuando hay dolor de por medio. Le pregunté si podía poner a Piazzola para el camino. Me dijo que no, que escuchar tango le hacía mal, que mejor ponía la radio. Tenés razón, le dije. A veces no calculo lo que me puede afectar y otras veces estoy alerta. Como si se tratara de una lastimadura que cuido para que no vuelva a recibir otro rasguño.
Para lo que sí vine preparado es para estar con mis nietos. Traje cartas de póker y libros de cuentos que me dejó comprados Mirta. Estaba en todo.
De los chicos pude recibir abrazos. Me distraje, me dio alegría verlos, pude jugar y hacerles bromas. Hasta que vino uno de ellos y me dijo: “abuelo, es raro que estés bien, estás bien de verdad? Porque nosotros no”. Esa sinceridad me desarmó.
-Ay, petiso, por momentos estoy bien, como ahora, pero en general no. Ustedes me hacen bien así que voy a venir más seguido. Además la abuela me pidió que hablemos de ella!
El de 7, parece que recordó algo y haciendo un gesto de adulto dijo: “A nosotros también nos hizo un encargo la abuela, pero no te lo puedo decir.”
Me largué a reír, con una risa llorona. Me la imaginaba hablándoles con esa autoridad tan suya.
-Como se aprovechó la abuela, no?
Si, pero igual me gusta su encargo, abuelo.
A mi también, Tinchito, a mi también.
Volví agotado. Reconfortado, pero con la sensación de haber cumplido con algo muy pesado. Quizás el encuentro me ordenó un poco, me hizo volver a lo que me preguntaba antes de ir pero teniendo más respuestas.
En realidad visitar a mi familia y hablar de Mirta no es algo que vaya a hacer por haberlo prometido. Lo haría igualmente, pero quizás no ahora. Quiero recuperarme. Contrariamente a lo que hubiera pensado no me siento culpable si no cumplo con algunas promesas que le hice. Antes no podía negarme porque sabía que la tranquilizaban.
Hasta hace sólo unas semanas estaba todo el día “al trote” con lo que había que hacer para “cuidarnos”, para tener energía, vitaminas, músculos, la mente activa, la enfermedad a raya.
Si de algo tengo ganas ahora es de dormir, de entrar en una burbuja de olvido y quizás…quizás, recobrar fuerzas para ver con qué me encuentro cuando me despierte.
No es que quiera morirme, pero sí hacer las paces con esto que me toca, sin sentir que me empujan. Perdón, Mirta, pero hasta ahora me estuve levando para cuidarte. Sabía que parte de ese cuidado era también cuidarme a mi mismo. Sin cuestionarme, como un zombie. Sin ganas, sin cuerpo, sin sentimientos.
Ahora estoy cansado. Necesito darme cuenta de lo que quiero, darme tiempo para ver qué quiero merendar, si me gusta la fruta, hasta qué hora quiero dormir, si quiero quedarme con barba, si me importa el colesterol, si no me saco nunca más el pijama.