Todavía me acuerdo de lo que pasó, de quién me sucedió, y es tan ajena a mí esa mujer que veo en fotos de aquel año, pero es aún más extraño mirarme y sentir que, por alguna extraña razón, el tiempo parece que no ha pasado, que yo me quedé en ese último día y aún no he podido mover ninguna extremidad de mi cuerpo. Porque aquella despedida me dejó sin palabras, con la mirada de las mil yardas mirando el último lugar por donde lo vi irse, y ahí me quedé, sudando, agitada, agrietada de tanto intentar.
«No sirvió de nada correr tanto, solo me rompí», pensé mientras, inmóvil, presenciaba cómo nunca, jamás volvió a mirar atrás.
Nunca volvió a mirarnos. Y ese golpe, ese preciso golpe, me reventó el corazón. No había salida. Me acababan de disparar. Lo miré, y era él. Le pedí que, además del disparo, se llevara mis ojos. Ya no quería que fueran míos si eso significaba quedarme con el recuerdo de sus manos y su cuerpo acabando con mi vida. No después de toda la fe con la que me atreví a quererlo.
«Arráncame los ojos» (le dije), «que sea la última vez que este pequeño cuerpo te ve con amor.»
Recuerdo ese trauma… a veces parece que no he podido irme. Por lo menos no el cuerpo. Nunca pude entender, creer, cómo alguien pudo fingir tan bien el amor, cómo pudo fingir tan bien que me quería, cómo los besos fueron saliva que no iba a ningún sitio y sus manos tocándome siempre fueron filos, preparándose para dividirme el alma en pedazos y dejarme con tanto dolor que lo primero en arrancarme fuera la voz. Pero él no lo supo, se le olvidó que yo escribía y eso, eso sí es para siempre.
Regreso el tiempo y recuerdo cómo solía mirarlo, esa mirada que solo sucede una vez en la vida. Siempre me cuestioné cómo no lo hice cambiar de opinión cuando lo abracé, cómo no abortó la misión de romperme cuando lo besé y le cuidé los ojos, su cuello y su pecho. No sé, no entiendo cómo, después de haberle regalado otro lugar para que vivieran sus sueños, no lo hice cambiar de opinión. ¿Acaso no tuvo miedo cuando me miró a los ojos y se dio cuenta de lo tarde que se le había hecho para decirme la verdad? ¿No le dolió aunque sea un poquito irse sin mí, mancharse las manos con la sangre del mismo cuerpo que un día juró cuidar y deshacerle todo menos el amor? No le dolió, carajo, tan fácil le fue seguir con su vida sabiendo que ya había acabado con una si miraba hacia atrás.
Qué difícil fue crecer, sacudirme la inocencia y obligarme a aceptar que ahí afuera existían personas que sabían besar bonito, acariciar exacto y mirar regalándote una casa nueva, y aun así todo construirlo desde un vacío y fingiendo que el amor les era importante, cuando lo único cierto en ellos era su capacidad para engañar y su habilidad para saber exactamente dónde encajar el arma.
Casi me moría mientras aceptaba la realidad de ti, la realidad de lo que no fuimos ni nunca íbamos a poder ser. Tú no sabías querer, lo supe por la manera en la que hieres.
Entonces comencé a despegar mis dedos de tus nudillos, aparté mi pecho de tus costillas y procuré, mientras avanzaban los días, quitar un segundo de mi tiempo a mirarte. Un día más era un segundo menos. Te estaba diciendo adiós y tú no te dabas cuenta. Lo hacía en silencio, no quería despertarme del sueño. No quería irme, pero cuando miraba fuera de tu cuerpo, todo estaba en contra de nosotros, incluso nosotros.
Suelta, suelta… Me lo decía despacio y respetándome lo que significaba despertar. Suelta, s-u-e-l-t-a… Cerré los ojos, conté hasta tres y corrí a abrazarme.
Un comentario
Simplemente espectacular.
Mientras leía imaginaba cada momento