Su hijo andaba por el mundo regalando su arte, flotando entre calles desconocidas y escenarios improvisados. Ella, su madre, lo observaba desde la distancia, sintiendo el hilo invisible que los unía tensarse con cada kilómetro de separación. No podía retenerlo, solo podía pedirle un link con su ubicación transitoria, como quien intenta rastrear una nube en el cielo.
Pero algo más profundo la inquietaba. Sentía que él había hecho un pacto, un intercambio de poder. Antes, la conexión entre ambos era inquebrantable. Ahora, algo se interponía.
Al principio, no entendía qué pasaba. Hasta que lo supo.
Él había huido con otra mujer.
No cualquier mujer. No una desconocida sin rostro. No.
Huyó con ella, la que había estado esperando pacientemente en las sombras, la que había sentido cada susurro de inconformidad, la que compartía el mismo anhelo de libertad.
Huyó con su propia necesidad de escapar.
Su madre lo había contenido tanto, lo había envuelto con su presencia, con su amor, con su preocupación omnipresente, que un día él decidió que solo había una manera de liberarse: zarpar con alguien que le asegurara que nunca volvería a caer en la red.
Y así se fue. Cruzó océanos, llegó a tierras lejanas donde el eco de su madre no podía alcanzarlo.
Ella tuvo que dejarlo ir.
Fue un desgarro. Un dolor sordo y profundo, como si le hubieran extirpado un órgano sin anestesia. Pero lo permitió. No tenía opción.
Se refugió en sus escritos, en sus libros, en proyectos que a veces la entusiasmaban y otras veces solo la ayudaban a no pensar. No pensar en que su hijo ya no la necesitaba. No pensar en que el tiempo había pasado y las cosas nunca volverían a ser como antes.
Y allí estaba, con 51 años, sintiéndose atrapada.
No por la ausencia de su hijo. No por la mujer con la que él se había ido. Sino por sí misma.
Encerrada en una rutina de costumbres heredadas, en rituales vacíos que se repetía con la solemnidad de una guardiana del tiempo:
—Hoy es sábado a la noche. Hoy es domingo. Hoy toca existir en la inercia.
Pero ella no quería seguir existiendo así.
Abrió su propia ventana interna, dejó entrar la luz. Sintió cómo algo dentro de ella, algo viejo y oxidado, comenzaba a resquebrajarse.
No era solo su hijo quien necesitaba huir. Ella también.
No de su casa, no de su familia. Sino de su propia cárcel, de la jaula invisible del «deber ser».
Sabía lo que tenía que hacer. Sabía que no bastaba con entreabrir la puerta. Tenía que romperla.
A veces creemos que son los demás los que nos abandonan, pero en realidad, somos nosotros quienes nos hemos dejado atrás. La verdadera huida no es física, sino interna: escapar de las expectativas, de los moldes que ya no nos quedan, de las versiones de nosotros mismos que ya no nos representan.
Porque la vida no se trata de retener a nadie. Se trata de encontrarnos a nosotros mismos antes de que sea demasiado tarde.
Historias paridas en otoño: donde las ideas caen como hojas y florecen en palabras
3 comentarios
Hermosa historia.
Así es….muy real…..
Este texto me atraviesa el alma. En cada palabra reconozco mi propio tránsito, ese duelo silencioso de soltar a un hijo que ya no me pertenece del todo, porque eligió ser libre. Comprendo el dolor, pero también la dignidad de una madre que decide no retener, que honra la libertad del otro aun cuando duela. Y más profundamente, entiendo esa necesidad de reencontrarse con una misma, de romper los barrotes invisibles que una fue construyendo con amor, miedo y rutina. Gracias por poner en palabras lo que tantas callamos. No estamos solas.
Hermoso Claudia Alexandra!!!
Felicitaciones!!!