María y Lorena (suegra y nuera)
se conocen desde hace muchos años.
Comparten familia,
son familia.
A veces se eligen,
otras, no tanto.
Entre ellas,
similitudes contadas
y un mar de diferencias:
culturas, historias,
formas de andar el mundo.
María, con el cuerpo sabio
que guarda el ajetreo de los años,
empieza a ver menos.
Los rostros se le escapan,
los detalles ya no llegan
como antes.
Lorena, del otro lado,
muchas veces no entendía
si era bienvenida o solo tolerada.
La ternura y la distancia
jugaban a turnarse.
Pero el respeto —ese puente silencioso—
siempre estuvo.
Y todos sabían que había amor,
aunque a veces se escondiera,
tímido,
delante del mundo.
Una tarde de marzo
algo cambió.
Compartieron anécdotas,
risas suaves,
una complicidad inesperada.
Y al despedirse,
María, con una chispa en los ojos, le dijo:
—A tus ojos sí los veo.
Veo cada detalle, veo el color cafe,
los veo nítidos,
brillosos.
Lorena, con el alma abierta, respondió:
—Claro que sí…
porque siempre he dejado
que las personas que amo
vean mi alma en ellos.
Y se abrazaron,
como nunca,
con el mismo amor
de siempre.